
En EL MUNDO recuerdo aquel domingo en Leningrado.
El sol ha vuelto a las cúpulas doradas de la vieja capital zarista, hoy mascarón de proa de la URSS. Este 22 de junio de 1941 el diario ‘Pravda’ no sólo trae noticias aburridas. Cuenta que en Samarkanda un equipo de arqueólogos de Leningrado (actual San Petersburgo) ha llegado a la ciudad para abrir la tumba de Tamerlán, un guerrero del medievo que según la tradición oral uzbeka esta protegido en su sepulcro por “la semilla de una guerra terrible” que brotará si se perturba su eterno descanso. Georgi Knyazev, un vecino de la ciudad que trabaja en el archivo, lee el artículo mientras desayuna. Antes de la hora de comer escucha en la radio otra noticia: Hitler ha atacado la Unión Soviética.
En su escuela de la calle Nevsky, ajena cualquier superstición, Teresa Alonso (San Sebastián, 1925), se está preparando para salir de excursión escolar. Su pelo negro recogido llama la atención entre la población rusa, pero sobre todo su habilidad para la electrónica y la mecánica. Al poco de llegar dos años antes a Moscú como exiliada con otros “niños de la guerra” ya había arreglado sin permiso un reloj estropeado en la Casa de Niños donde quedó acogida junto a otros españoles. A sus 16 años, estudia en Leningrado perito electricista: ya trabaja haciendo amperímetros y voltímetros. Tiene un novio, Ignacio, que acabará en la aviación soviética. La excursión y después las clases -y después la vida normal- quedan canceladas.
“Unas 50.000 personas nos fuimos a hacer barricadas a la parte más cercana a Finlandia, cerca del río, en un terreno muy pantanoso”. Desde los últimos edificios de la ciudad se veía un mosaico multicolor brillando bajo la luz del sol, eran los pañuelos de cientos de mujeres usando picos y palas. Para muchos era una terapia, un trabajo manual que apartaba el fantasma de la incertidumbre. “Pero al tercer día, las balas pasaban por encima de la cabeza: no esperábamos un ataque por ahí”, me contaba esta anciana de 95 años. Dulce, peleona, una superviviente con alguna herida de guerra en la espalda y otra en el corazón.

Cristobal García (Congostinas, 1926), trota por Leningrado con 16 años. Apenas sabe nada de España desde que llegó con sus dos hermanas en un barco desde Gijón en septiembre de 1937. Le gusta la escuela porque “es mejor que la española” pero los primeras bombas acaban con ese “empezar de nuevo” tras la Guerra Civil. “Leningrado era la ciudad de la revolución, un símbolo para los rusos, y los nazis sabían que perderla sería un duro golpe, por eso lanzaron una guerra para liquidar a la gente”, contará a sus nietos ya como viejo telegrafista. Cristóbal y Teresa son dos de los escasos supervivientes españoles que quedan del cruel bloqueo de Leningrado, de cuyo desenlace se cumplen tres cuartos de siglo. Ellos y sus compañeros rusos son el testimonio de la mayor tragedia del siglo XX.
En Leningrado se moría bajo el estruendo de una bomba o entre el lento silencio del hambre dictada por las cartillas de racionamiento. A partir del 18 de julio de 1941 la comida se convirtió en una cifra menguante. 800 gramos de pan si trabajabas en la industria, 600 si ibas a la oficina y 400 si eras una persona a cargo de otra.
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No era la primera guerra que veía Teresa Alonso. Años antes me contó que cuando tenía 12 años odiaba esconderse en los refugios antiaéreos, se sentía segura en los arcos de la plaza de España de Bilbao. Hasta que una mañana su madre la mandó un poco más lejos a comprar carne de caballo: ese día había mercado, pero antes de llegar el conductor del autobús les hizo bajar. Desde un montículo vio Guernica en llamas, triturada por la aviación nazi. Columnas de humo trepando hacia el cielo, gente huyendo… Cuando regresó a casa, su madre estaba pegada a la radio tramando cómo ponerla a salvo si la volvía a ver con vida: un beso, algo de ropa y un pasaje a la URSS en un barco llamado Habana. El Gobierno de Stalin se había ofrecido para sacar del frente de la Guerra Civil a los menores de edad. Teresa, que apenas sabía nada de ese país, dijo sí. Este año se cumplen 80 de la salida del primer barco, el inicio de una odisea de 3.500 niños españoles que escaparon del frente para caer a los pocos años en otro conflicto: la Segunda Guerra Mundial. Los pocos que quedan con vida se siguen llamando «niños de la guerra», y recuerdan la aventura que les cambió la vida.

Como Azucena, de pelo blanco y voz cantarina, que viajó tumbada en la cubierta del mismo barco, sin más almohada que la bolsa de viaje, lo resume en cada brindis: «Nacimos en España, pero nos hicieron en la URSS».
Niños de Rusia entre las garras de Stalin y los ojos de la CIA

Stalingrado fue el otro gran cerco que sufrieron los rusos. Allí se luchó calle a calle. Un soldado recordaba cómo estaban en el segundo piso de un edificio con el enemigo atacando desde el primero, «en el piso de arriba luchaban los nuestros pero la última planta estaba en manos de los otros». La Luftwaffe redujo parte de la ciudad a escombros. Los tanques y la artillería no son de gran utilidad en una ciudad molida. Los alemanes lo llamaron Rattenkrieg, «guerra de ratas».
La letra pequeña de esa herida del siglo XX resulta difícil de resumir en forma de cifras y balances estratégicos. Jochen Hellbeck, historiador alemán que da clase en la Rutgers University de Nueva Jersey, encontró hace unos años en Moscú un fajo de documentos que contenían -entre otras cosas- testimonios de 215 testigos presenciales de la batalla: vecinos, enfermeras, soldados y partisanos. Sus historias habían sido recabadas sobre el terreno por un grupo de historiadores coordinados por Isaak Mints. Llevaban años documentando la guerra civil rusa pero la invasión nazi hizo que reorientasen su misión. Se lanzaron con tal arrojo que llegaron a la batalla de Stalingrado en diciembre de 1942, cuando todavía quedaba más de un mes para que acabase. Volvieron a visitar el lugar poco después de la rendición de los últimos soldados del general alemán Friedrich Paulus el 2 de febrero de 1943. El resultado de su trabajo es un relato en caliente que dibuja unos soviéticos muy ideologizados, comprometidos con la aniquilación del fascismo, y también cargados de un inevitable odio hacia quien intenta destruir su país.

El pulso por la ciudad fue algo personal entre Hitler y Stalin, «aunque creo que tenía todavía más importancia para los alemanes», explica Hellbeck desde Nueva Jersey. Stalingrado tenía una importante industria militar con las fábricas de tractores Octubre Rojo y de cañones Barricady, y poseía un nudo ferroviario crucial de la línea que unía Moscú, el mar Negro y el Cáucaso.
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Cada 2 de febrero Rusia celebra el Día de la Gloria Militar. En esta fecha, en 1943, en depusieron las armas las últimas unidades alemanas de Stalingrado. La batalla duró 200 días, desde el 17 de julio de 1942. Los aviones de la 4ª Flota Aérea realizaron un total de 1.600 incursiones en un día y lanzaron 1.000 toneladas de bombas. Había casi 600.000 habitantes en Stalingrado, y 40.000 resultaron muertos durante la primera semana de bombardeos. Esta es la crónica de un viaje en 2012 a esa ciudad heroica.
Volgogrado es una ciudad llena de barro, recuerdos de la guerra e hijos de supervivientes ocupados a su vez en sobrevivir. Setenta años después de la gran batalla que hirió de muerte el avance de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, la vieja Stalingrado ve apagarse una a una las vidas de los veteranos de aquella carnicería. El espíritu de resistencia sigue sin embargo muy presente.
El viajero, ávido de recibir sobre el terreno alguna indicación acerca de por dónde o cómo atacaron los alemanes, puede encontrarse con una respuesta que revela un frenazo en el paso del tiempo: “¿Se refiere a los fascistas?”. Así habla el maestro de escuela, el taxista y el paseante ocioso. Los vecinos del centro se encogen de hombros cuando se les inquiere sobre restos de aquella batalla: “No quedó piedra sobre piedra, ¿no lo sabe usted?”. Sin embargo, la concienzuda reconstrucción de la ciudad que fue — y para muchos todavía sigue siendo — urbe ejemplar del socialismo ha impreso una marca soviética en las costuras de esta localidad que se extiende a lo largo del Volga. Tanto es así que el tiempo algunas veces parece haberse detenido en la avenida Lenin, que surca la ciudad de suroeste a noreste.
Si algo hizo cundir la desesperación fue el duro invierno ruso, con temperaturas de 25 grados bajo cero. Igor, el hijo de un combatiente, apunta que “los soldados alemanes duraban seis horas vivos en ese infierno”. Iban peor equipados y hallaron sus cuerpos petrificados y retorcidos en torno a restos de hogueras. Otros saltaban de la trinchera esperando una bala que acabase con el sufrimiento. La batalla mató, hirió o dejó cautivas a cerca de dos millones de personas entre los dos bandos.
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Pero de aquella agonía de Leningrado me quedo con una historia. La de una mujer. Alejandra Soler, la profesora española que estaba en Stalingrado cuando atacaron los nazis y que logró sacar de la ciudad a un grupo de ‘niños de la guerra’ que tenía a su cargo.

En 2013 (cuando justo se cumplían 70 años después de la batalla) la entrevisté para EL MUNDO. Éste es el relato que publicamos en la edición impresa. Para mí será siempre Alejandra-Ni-Uno-Menos. Porque tenía 14 niños y sacó vivos a los 14.
Stalin había dado la orden de no evacuar a los civiles. El líder soviético sabía que los soldados defenderían con mayores motivos su ciudad si sus hijos y mujeres estaban dentro y ya había restricciones bajo la consigna genérica “nie shagu nashad”, ni un paso atrás. Así que la mayor parte de los civiles no lograron que les cruzasen a la orilla oriental del Volga y quedaron encerrados en la ciudad. El frío que estaba por venir, el hambre que ya asomaba, las bombas y también las enfermedades exterminarían a familias y a barrios enteros en una “guerra de ratas” calle a calle, casa a casa, que desencadenaría su fase más aguda a la vuelta de ese verano y en los meses siguientes. Alejandra y los 14 que tenía a su cargo no manejaban ya otra opción que sacarlos de ahí, suplicando soldado a soldado por un salvoconducto. Y, milagrosamente, lograron que los militares que guardaban el embarcadero del Volga accediesen a colarlos, uno a uno, en las barcazas que cruzaban el río. El trato era el siguiente: los chicos cruzarían de uno en uno junto con material militar y pequeños contingentes de rusos. Ella sería la última en cruzar junto con el último chaval. El goteo de niños españoles esa tarde fue agónico, y sufrieron el fuego enemigo.
Alejandra murió en marzo de 2017. Aquí escribí su historia.