En marzo de 2014, mientras desplegaba sus tropas en la península ucraniana de Crimea, Vladimir Putin invitó a un grupo de periodistas a su casa cerca de Moscú. Allí les contó una historia de una tierra vecina a Rusia: Crimea. Putin les dijo que en la capital de esta península ucraniana, Simferopol, los ciudadanos se habían echado a la calle para defender su derecho a hablar en ruso.
Pero no.
Se movían con una disciplina militar que habrán aprendido en alguna película y llevan el clásico armamento pesado anticarro que cualquiera tiene en casa para defenderse. «No son soldados rusos», insistía Moscú el 5 de marzo de 2014.
Al día siguiente madrugué para ayudar a Leticia Álvarez a grabar unas tomas del centro para Antena 3. Y ahí estaba el titular esperando.
Lo cierto es que los misteriosos uniformados se mueven con sigilo y no hablan con nadie. Pero a las siete de la mañana, con el inicio de una nueva guardia, uno de ellos se sorprende de toparse con un periodista de EL MUNDO que ha llegado a su puesto de guardia antes que él.
– «¿De donde es usted?»
– «De Madrid. ¿Y usted?»
– «De Novosibirsk, Siberia»
– «¿Ruso?»
– «De Siberia»
Lo termina de decir susurrando y meneando la cabeza. Sus compañeros ya le flanquean y el soldado se vuelve mudo. Como el resto. Un ejército de sombras verdes adorado por los vecinos.
«Aquí no va a ver usted una guerra, porque nosotros primero pedimos ayuda a Moscú y fue entonces cuando llegaron ellos», me explicaba Majsud, crimeo de 23 años con un brazalete rojo de la milicia popular. Todo había empezado unos días antes con la toma del Parlamento y el edificio del Gobierno por docenas de paramilitares encapuchados. La grabación de las cámaras de seguridad muestra a unos individuos con metralletas y lanzagranadas.
Yo estaba flipado con esos soldados. Eran el centro de todas las crónicas que hacía:
El armamento y los brazaletes reflectantes que llevaban para reconocerse en la oscuridad y su eficaz toma de posiciones revelan que se trata de un cuerpo de élite.
Días después todo estaba más claro. Incluso para el hijo de Nikita Kruschov, el hombre en los años cincuenta que entregó a Ucrania esta península rusoparlante que fue rusa durante tanto tiempo. Localicé a Serguei Krushov en EEUU y le pregunté por su opinión sobre lo que estaba pasando.
Recuerdo una frase profética al otro lado del teléfono:
«Lo que ha pasado en Siria puede ocurrir en Ucrania»
Pero le tenía que preguntar por ese movimiento de fronteras dentro de la URSS, inocuo, pero inexplicable para algunos tantas décadas después. ¿En qué estaba pensando su padre cuando entregó esta península a los ucranianos?
«No fue una cuestión política, sino negocios. En Ucrania había una gran reserva de agua que podía servir para regar una amplia zona árida en Crimea con agua del Dnieper. Las autoridades soviéticas de entonces pensaron que sería mucho mejor si el canal que debía unir estos puntos estaba dentro de la misma república. Era más fácil poner Crimea bajo control de Ucrania que poner Ucrania bajo control ruso… ¡Nadie podía imaginar por aquel entonces que la URSS se desintegraría y que Crimea quedaría en un país diferente!»
Es falso, me dijo, que fuese para compensar a Kiev por las hambrunas de Stalin o que la entrega fuese un regalo de Nikita Kruschov a su mujer. Qué más da, decía la gente en la calle.
Era marzo de 2014, y el sistema inmunológico ucraniano en la península de Crimea estaba muriendo poco a poco.