Cuentan que el periodista Bill O’Reilly le dijo una vez a Donald Trump que Putin era un “asesino”. Trump respondió: “Tenemos muchos asesinos. ¿Crees que nuestro país es inocente?”
La escena se repitió, con actores distintos, el 17 de marzo pasado. Biden, en una entrevista con la cadena ABC News, respondió de manera afirmativa a la pregunta de si «cree que Putin es un asesino», y amenazó con hacerle pagar por su supuesta interferencia en las elecciones de noviembre de 2020.
La respuesta rusa al incidente no tardó en llegar: Anatoli Antonov, embajador ruso en EEUU, fue llamado a consultas a Moscú. Los ministros de Exteriores ruso, Serguei Lavrov; y el chino, Wang Yi, se reunieron durante dos días en Pekín para escenificar una especie de alianza para contener la actitud sancionadora de EEUU.
Esta semana Santi Pueyo escribía en la agencia Sptunik que «están por ver los resultados de trasladar la batalla para acabar con la hegemonía estadounidense del campo ideológico al económico-financiero, donde más duele».
Las ‘revoluciones de colores’ en su patio trasero primero y la sanciones después han empujado a Moscu a volverse hacia China, pero aún así Asia no puede ser a día de hoy un sustitutivo de Europa, que supone el 50% del comercio y el 75% de las inversiones en Rusia. Moscú y Pekín se consideran mutuamente un útil contrapeso a la hegemonía de Estados Unidos.

Rusia no quiere que nadie le perdona la vida. La engolada idea de Occidente — enunciado como ‘Oeste’ por los rusos— que nos resulta tan ‘civilizadora’ en Europa y EEUU, en Rusia está ligada a los caminos por los que llegaron no sólo los refinados arquitectos que cincelaron San Petersburgo, sino sobre todo las invasiones de Napoleón y Hitler. Desde que Yeltsin dejó el Kremlin, ‘Occidente’ no es una palabra mágica.