Hace años escribí sobre un hombre cualquiera atropellado por la realidad.
Se despierta pensando que hoy es jueves, luego esto debe de ser Barcelona. Lleva los madrugones como tiros en el cuerpo y algunos viajes son cornadas de las que no se recupera hasta el fin de semana. El capitalismo impone que viajes en primera para vivir una vida de segunda con todos los gastos pagados. Te pagan dietas porque saben que pasarás hambre en los aeropuertos y con tantos gastos pagados pero obligatorios acaba uno medio arruinado y medio desquiciado con los tickets. Vas a buenos restaurantes, pero la indigestión viene a cuenta de la celeridad a la que hay que engullir en solitario o de la lentitud con la que discurre una conversación de negocios algo tóxica regada con vino español.
Madrugar es una droga tan dura como el peyote: te metes en el vicio para mejorar tu vida y un día acabas aparcando por error en el chalé adosado del vecino, como le pasó a mi padre una vez. En Madrid hay muchos esclavos con corbata porque el ser humano salió del campo soñando con vivir en la ciudad y cuando llegó a la ciudad suspira por vivir en el campo.
Un día saldremos a hostias todos porque alguien se pondrá a pegar tiros gritando que sólo quiere que le dejen dormir y preocuparse de algo que es suyo y que estará ahí cuando él muera. Pero nada, la mayoría tiene el sacramento bancario esperando en casa a mediados de mes. Y así, un día gris, mi hermano, justo antes de zambullirse en otro centrifugado de negocios, le preguntó a un compañero:
–¿Qué tal me queda el nudo de la corbata?
–Te ha quedado ‘francamente’.
En mi familia hemos adoptado el palabro. Si algo no nos sale muy allá, decimos que está sólo «francamente». Recalentamos comida ajena, y con la boca llena decimos: oye, la verdad es que está francamente. A este mundo no le puedes pedir más. Francamente.
(DDA, 10.09.2009)