En Moscú se había reunido la Academia de Ciencias Médicas en sesión extraordinaria para intentar salvarle. Una enfermera aplicaba al moribundo sanguijuelas en la nuca y en el cuello, otra le ponía inyecciones. Hasta se llevó un aparato para hacer la respiración artificial.
Iósif Stalin, nacido Iósif Vissariónovich Dzhugashvili en Gori, el 6 de diciembre (o el 18 de diciembre de 1878, según el calendario que usemos) murió el 5 de marzo de 1953, a los 74 años de edad, a consecuencia de una hemorragia cerebral.
El historiador José María Zavala recordaba hace poco un testimonio de la hija del líder soviético, Svetlana:
Hubo un instante –no sé si fue así en realidad o nos lo pareció–, por lo visto ya en el último momento, en que abrió de súbito los ojos y recorrió con la mirada a cuantos nos hallábamos a su lado. Fue aquella una mirada horrible, una mirada de locura, de cólera tal vez, y de pavor ante la muerte y ante los desconocidos rostros de los médicos que se inclinaban sobre él. Aquella mirada se posó en todos durante una fracción de segundo. Y entonces –aquello fue incomprensible y aterrador, aún sigo sin comprenderlo, mas no puedo olvidarlo–, entonces alzó de pronto la mano izquierda (la que conservaba el movimiento) y pareció como si señalara con ella vagamente hacia arriba o como si nos amenazara a todos. El gesto resultaba incomprensible, pero había en él algo amenazador, y no se sabía a quién ni a qué se refería… Un momento después, el alma, en un último esfuerzo, abandonaba el cuerpo.
Fue un dictador pero también un estratega, y en sus tiempos mozos lo que en España llamaríamos un bandolero.
En Madrid el día de su fallecimiento se puso sordina a la desaparición del ‘demonio oficial’ del fanquismo. Manu Leguineche lo contó en una crónica en El País:
Carmen Polo de Franco acudió a orar ante Nuestro Padre Jesús de Medinaceli, y Gabriel Arias Salgado, ministro de Información, dictó rigurosas instrucciones a la censura de prensa sobre cómo debería titularse en los periódicos españoles la noticia de la muerte de Stalin. La consigna era de absoluta sobriedad. La desaparición del «anticristo», como lo había llamado Pío XII; el hombre que tenía un pacto con el diablo, como creía seriamente Arias Salgado, podía desencadenar el apocalipsis. Se habló, incluso, de un ataque atómico a Corea. El embajador norteamericano en Madrid, Staton Griffis, fue todavía más lejos: hizo extrapolaciones tremendistas, hoy desmentidas por la historia. Dijo: «Franco es España y España es Franco. Ni aun los que claman por la vuelta del Rey desean el riesgo de las incertidumbres que podrían resultar de ese cambio».
Pero en Octubre de 1961, el XXII Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética decidiría que las infracciones de Stalin de los preceptos de Lenin hacían imposible mantenerlos juntos en el Mausoleo. El cuerpo de Stalin fue retirado del Mausoleo y enterrado en una tumba cerca de la Muralla del Kremlin. Allí se sigue dando cita gente en su recuerdo.
En 2013, aniversario redondo, eran unas dos docenas de fieles. Los recuerdo quitándose el gorro en señal de respeto una gélida mañana en la Plaza Roja. Le llevan rosas rojas, y para acercarme a ellos cogí un ramo también. Lo regalé a un estalinista de verdad cuando me iba a llegar mi turno de dejarlas, porque yo sólo había acudido allí por la conversación. Nos quedamos en silencio junto a la muralla. Al ver que era español, uno de ellos me interpelé.
-Ustedes en España también lucharon contra los fascistas.
-Sí. Mi bisabuelo estuvo en la guerra.
-¿Y luchó con los rojos o con los blancos?
Hablando con ellos daba la sensación de que casi todas las conflagraciones eran traducciones o ecos de lo que había pasado en Rusia -entre rusos- en 1917, aderezadas con o que ocurriría después entre soviéticos y alemanes. En parte tenían razón, porque la historia de Rusia y Europa se anudó para siempre primero con la Revolución, y después con la guerra.